lunes, 9 de marzo de 2020

EL PODER DE LA ANÉCDOTA 2


EL PODER DE LA ANÉCDOTA 2


Fueron las dos a un día de campo, la anécdota fue de jeans, la historia de vestido largo, rojo para ser precisos, solo una disfrutó el paseo y a la hora de relatar lo sucedido en él, la historia solo dio algunos datos, la anécdota fue grandilocuente. La Historia es de las que se casa de blanco, la anécdota prefiere la unión libre, la historia es recatada y modosita, a contraparte de la anécdota, que asiste a las manifestaciones y hasta lleva su espray.

Pongo a su consideración de nueva cuenta, algunos hechos que no entran completamente como históricos por la fugacidad de sus datos y lo etéreo de su contenido, lo que me obliga a algunos permisos literarios para armarlos, aunque aclaro que son verdad y fui testigo de ambos, uno a través del periódico local y el otro de manera presencial.


NO ERA UN TESTIGO

Al finalizar la década de 1960, la vieja cárcel local que anteriormente se encontraba en su centenario edificio junto al Santuario del Sacromonte, fue trasladada al anexo del convento de Santo Domingo que ya para entonces tenía casi un siglo funcionando como Presidencia Municipal. Solo un muro separaba ambas instalaciones, el convento, propiamente dicho y el anexo, aunque no tenían comunicación interna y eran dos instalaciones diferentes, con sendos accesos en la Avenida Juárez.

Imágenes  de Google Street Viewer. Antiguo convento de Santo Domingo. A la izquierda, la hasta hace poco Presidencia Municipal, a la derecha, la antigua cárcel. La barda que separaba ambos conjuntos estaría más o menos donde se unen las dos fotografías.

El convento contaba con un patio central, adornado por una fuente y en derredor tras sencillos arcos, lo que fueron las crujías y habitaciones de los frailes, que al pasar a uso público se adaptaron en lo posible para las diversas dependencias municipales y así llegaría para la fecha mencionada.  

Una de ellas eran los juzgados de lo que después se llamaría primera instancia, donde se ventilaba toda clase de asuntos, desde civiles hasta penales. Estaban en la sección oriente del patio.  
  
La cárcel, en la otra instalación, igualmente ocupaba lo que ya había sido adaptado desde muchos años antes para que funcionara la escuela Sor Juana Inés de la Cruz, que al trasladarse a sus entonces modernas instalaciones de la calzada Hidalgo, frente al Mercado Reforma, dejaron para el uso municipal y estatal los viejos edificios.

Imagen de los años sesentas, de la Mexicana de fotógrafos. En el anexo aún estaba la escuela .

Así, una gruesa y antigua pared que antes separaba el convento de su anexo ahora lo hacía para los juzgados y la cárcel.

Un buen día, ya bien entrada la década de los setentas, en una de las peliagudas sesiones que desahogaban los juzgados, se incluía un careo entre algunos involucrados en un pleito del que ya no se recuerda el motivo y en el que como siembre, todos los presentes decían tener la razón. Fue una dura jornada para los funcionarios, debieron agudizar al máximo los sentidos para poder escuchar tan diversos alegatos, conceder la palabra, hacerse oír y dar la formalidad al accidentado momento. Solo uno de los presentes guardó silencio, se dice que incluso parecía hacerse hacia atrás e inmutable, contemplaba la escena recargado en un archivero, cuando todos los demás trataban de ganar los espacios al frente. Desde el inicio cada bando pintó su raya y poco respeto tenían por los turnos para declarar que concedía el juez, solo bastaba el primer monosílabo emitido por la garganta de alguno, para que, al unísono la parte contraria soltara las peores diatribas. El mencionado, parecía ocupar la parte central, nunca se escuchó su voz, ni a favor ni en contra de los bandos. En un momento el juez y las mecanógrafas se dieron cuenta de ello, pero supusieron que era un testigo al que le tocaría declarar al final. Después, en el maremágnum que se generó, ya nadie se acordó de él.


Fotografía personal , interior del exconvento. Tras los arcos las oficinas municipales.

Obviamente no hubo acuerdo alguno. Al concluir la accidentada mañana, el juez fatigado, sacó un pañuelo y se limpió el sudor de frente y cara – Es duro hacer cumplir la ley. Las secretarias y actuarios, en silencio trataban de ordenar el amontonadero y desorden de legajos que la sesión había dejado,

No faltó alguien que comentara el mutismo del hombre del archivero, no se movió nunca de ese lugar, solo entonces trataron de ver de qué bando de los de la reyerta era. Resultó que no era de ninguno, todos los involucrados y sus testigos registrados habían participado, sin que faltara uno solo, vaya si lo sabían ellos, todos estuvieron, llegaron incluso a contar cuantos debían estar, sobraba uno, el que guardó silencio, pensaron que nunca sabrían quién era. Apenas instantes después, algunos ruidos y voces detrás del multicitado archivero les traerían dos noticias, una buena y una mala, la buena era que sí sabrían quién era el misterioso hombre del silencio, la mala: Era un preso de la contigua cárcel.

Los muros antiguos se elaboraban a partir de la unión de grandes piedras con un mortero de lodo y recubiertos por un material que actualmente se llama arenilla, que es una especie de cemento, que de inicio es durísimo, pero al paso de los años van perdiendo ambos materiales sus propiedades, el lodo se va desecando y contrayéndose, la gravilla se hace arenosa y fácil de quitar sin herramienta alguna, incluso con una uña es posible derrumbar hasta una barda, solo es cuestión de paciencia y tiempo, de los que dispone en abundancia cualquier recluso.

Así, uno de ellos, con la creatividad que da el no pasar del tiempo, en la soledad de su celda, elucubró que podía horadar la vieja pared que contenía su libertad y no fue difícil que del pensamiento pasara a la acción y tras rascar un hoyito en la pared, lo demás fue fácil. De alguna forma consiguió ocultar la tierra rascada y en algunas jornadas más pudo acceder al alma de la barda, quizá un par de grandes piedras le costaron más trabajo, pero igual pudo continuar.

Algunas noches después, vio la luz, bueno, no la vio, ya dije que era de noche, pero pudo acceder al aplanado del otro lado, igual de viejo, igual de fácil de quitar. Una pared metálica apareció, por un momento pensó que todo había sido en vano, y que había una protección adicional, pero poco tardó en descubrir que era un mueble, que podía mover, un … archivero.

Imagen tomada de Internet, crédito a quien corresponda, época actual,  la fuente no es la original, los arcos son iguales en el lado oriente, donde se ubica la oficina que antes fue juzgado.

De alguna manera consiguió pasar al juzgado y esperar a que se abriera su puerta y confundirse con los asistentes, lo demás ya fue narrado. Seguramente fue el primero en salir de la audiencia, contemplar la centenaria fuente del patio, quizá hasta iba pensando en cuál de los dos bandos tenía razón, pero al instante recordó que tenía que escapar rápidamente, -que se hagan bolas ellos, al fin, que...

él no era un testigo.


NO ERA UN TAXI

En una de las recurrentes reubicaciones de vendedores y puestos ambulantes de toda índole que emprende el municipio, en la calle de Mina, frente a la bocacalle del entonces flamante andador Leonardo Bravo, habían sido trasladados algunos de los puestos de tacos que en diversos lugares de la ciudad expendían por las noches su mercancía en la década de los ochentas del siglo pasado.

Imagen de Google Street Viewer. Esquina de Nicolás bravo y Francisco Javier Mina. La camioneta Roja sería la ubicación del puesto,  la jacaranda de la izauierda señala la cantina del mismo nombre.

Eran de tacos de cabeza de res, que creo que son comunes en todo el centro del país, caracterizados por calentar al vapor la carne y las tortillas a través de un recipiente de agua bajo el comal al que accede el vapor a través de unos orificios en el metal. Para mayor aprovechamiento, poco antes de servir una orden, carne y tortillas son cubiertos por un plástico y en pocos minutos alcanzan la temperatura ideal para servirse, el resto de la magia la hacen los complementos clásicos: sal, cilantro, cebolla picada y unas buenas salsas.

Eran solo dos puestos de estructura metálica, portátiles a través de ruedas, pero creo que durante los años que ahí estuvieron nunca se movían, se dejaban al cuidado de unas cadenas, si no mal recuerdo ambos eran atendidos por dos integrantes de la familia Esquivel.

Fue precisamente en el que atendía don Concepción Esquivel, donde ocurrió lo que se narrará a continuación.

Imagen tomada de Internet, crédito a quien corresponda,  vista hacia la Iglesia, desde el lugar donde se ubicaba el puesto.

Imagen de Google Street Viewer. Vista contraria.

Eran aproximadamente las nueve de la noche, el puesto era especialmente popular, por el sabor de los tacos, lo céntrico de su ubicación, pero especialmente porque el popular “cabecita” ocupado en el tronco de picar, dejaba el resto del servicio en dos ayudantes, creo que eran sus familiares, las cuales, a pesar de ser muy serias, eran bastante agradables a la vista.

El puesto se instalaba en la orilla del andador, pero ya en la calle de Mina, por entonces solo cubierta por el empedrado ondulante de esos años y de tramo en tramo, algunos postes con lámparas de luz mercurial.

Imagen tomada de Internet, crédito a quien corresponda,  Don Concepción Esquivel Esquivel (QEPD) el taquero de la época.

Para quienes no la conocieron, ese sistema público, entonces novedoso y pregonado por todos los gobiernos municipales cuando la instalaban, en verdad era bastante deficiente y más que alumbrar “penumbraba” al grado que muchas veces era más potente la luz de la luna.

Así, pasado el breve espacio de los puestos, la calle hacia el sur se veía bastante oscura, apenas salpicada por la amarillenta luz que descendía de algunos de los postes 

 La noche de marras, el puesto estaba a rebosar, las damitas apenas se daban abasto para atender a la clientela que por los cuatro costados pedía la suculenta mercancía.

De la cercana cantina “las Jacarandas”, salió un sujeto, ese si propiamente dicho bien “alumbrado” y de apariencia bastante infame. No sé si de naturaleza o por los efectos del alcohol, pero era muy elocuente y no tardó en integrarse con sus comentarios al grupo de comensales parados (las sillas eran un lujo que tardaría en implantarse), a la vez que se embutía una buena ración de los tacos.

Su plática era en voz alta, la clásica de los que tratan de aparentar que no están alcoholizados. Al terminar el plato, de manera solemne, declaró que ya se iba para su casa. Y empezó una serie de episodios en los que se movía hacía el arroyo de la calle para ver si venía un taxi y abordarlo. Al no tener éxito, regresaba a seguir engullendo y conversando igual con el taquero que con los parroquianos -las muchachas hacía rato que lo ignoraban- para solo unos minutos después volver a tratar de obtener el transporte.

Los pocos vehículos que circulaban, para su mala fortuna, eran particulares. Poco a poco se fue formando una simbiosis, pues ya todo el personal estaba atento cada que él decía

-Ora sí, ahí viene un taxi

Imagen de Google Street Viewer. Esquina de Nicolás bravo y Francisco Javier Mina. A lo lejos, la sección donde Mina se convierte en Ezequiel Montes.

La escena se repitió varias veces, -ya me voy, -ahí viene un taxi.
-ya llegó, ahí nos vemos.
- Ora sí, ahí viene.

Poco a poco, dejamos de hacerle caso y en cada ocasión eran menos los que volteábamos a ver el vehículo en turno.

Cansado de cansar y quizá al ver que estaba perdiendo protagonismo, en voz un poco más alta, declaró contundente al observar a lo lejos unas enésimas luces

 -Ora sí, ¡Chingo mi madre si no es un taxi!

Como en la cámara lenta de las películas, todos volteamos a lo lejos para ver el lento recorrido de las luces divisadas desde allá donde la calle Mina se convierte en Ezequiel Montes.

El tiempo pareció congelarse y por instantes solo existió la mirada colectiva hizo un paneo hacia ese punto. El auto avanzó e igualmente lento pasó frente a nosotros.

Salidos del letargo, todos volteamos hacia donde habíamos visto por última vez al parlanchín sujeto. Ya no estaba y ni señas quedaban de él.

Parece que cumplió.

El auto, no era un taxi.


Fotografía personal. Oleo de Armando Otero, de la misma esquina, incluida una de las jacarandas, (el árbol, no la cantina,  una de las más antiguas de la ciudad.)

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