El nombre antiguo de la
actual Morelos fue el de calle del Obraje por haber estado ubicado en ella uno
de estos establecimientos.
Fotografía personal. Casona de la calle Morelos, Probable ubicación del obraje del Pueblo. |
Funcionaban así: Un
personaje, ya fuera por ser rico o protegido de las autoridades que quería
serlo, recibía el permiso, pagado inicialmente o con promesa de, para instalar
Obraje, normalmente uno por persona o ciudad de tamaño medio y varios en las
grandes, el rubro se imponía de acuerdo a la zona, se conseguía un local para sus
instalaciones (no era prioritario que fueran adecuadas, pero sí el tamaño)
haciéndose luego de las herramientas necesarias para los operarios que esperaba
tener. Lo lucrativo estaba en la barata mano de obra que manufacturaba los
artículos, generalmente se conseguía
a través de hacer
préstamos a la gente más pobre
y obligarlos a pagar
con trabajo, obvio es decir que las condiciones de
pago impuestas garantizaban que casi nunca se cubriera la deuda inicial,
más bien tendían a hacerla eterna y hasta hereditaria.
De acuerdo a la influencia
del dueño, a veces se le permitía tener trabajando presos de la cárcel local,
incluso sus sentencias señalaban el tiempo a permanecer dentro, siempre con
salario bajo, si había. También hubo venta directa de reos, o se hacía
reclutamiento de parias o vagos sin oficio ni beneficio que en una especie de
esclavitud paralela eran confinados, “cubriendo jornadas semanales de sol a sol
con excepción de domingos y días festivos” También
utilizaron esclavos verdaderos, siendo el pueblo importante centro de
compra-venta, aunque eran
pocos, su alto precio significaba de una fuerte inversión.
Las
personas que trabajaban en dichos lugares, descritos así por Humboldt: “Unos y
otros están medio desnudos, cubiertos
de andrajos, flacos y desfigurados” por consecuencia eran llamadas obrajeros u obreros, nombre que persiste hasta
hoy para los trabajadores de la industria moderna. La mayoría, una
vez que entraba, cualesquiera que fuese el motivo, se quedaba a vivir
permanentemente, sin posibilidad de salida, solía haber un día de visita
preestablecido. Incluso se llegó a permitir tener con ellos a su familia al
interior del establecimiento, bajo las mismas condiciones. Se cuenta que muchas
veces las puertas del obraje eran dobles o tapiadas
para impedir la salida, dejando pequeñas rendijas para comunicarse con el
exterior.
Aunque hubo
legislación para su funcionamiento, su aplicación era cambiante; de un lugar a otro, según la época, de acuerdo a los gobernantes, dueños y
sus relaciones. Lo que sí era muy estricto era el orden establecido al interior para garantizar la santa paz
entre personas a veces de no mucho aprecio por la ley, siendo severos los
castigos a los infractores. Por otro lado, había permiso para impartir ahí los
preceptos de la doctrina cristiana. “Era
obligación del dueño darles atención por enfermedad, cuidar que oyeran misa, proporcionar dormitorios con luz (encendida
toda la noche) evitar juegos de azar y bebidas alcohólicas, retener un real de
limosna para la confesión anual y pagar semanalmente.”
Según Humboldt en su visita
a Querétaro en el siglo XIX, la calidad de los propietarios que inicialmente
eran solo peninsulares “fue pasando poco a poco a manos de los indios y de los
mestizos de Puebla y Querétaro”. El año con más obrajes en Querétaro
es en 1743 con 30, que para 1810 solo eran 18. Los datos se toman de
distintos obrajes en el virreinato y la ciudad de Querétaro, específicamente
del de San Juan no hay descripciones, aunque no hay razón para pensar que las
condiciones pudieran ser distintas.
Recreación personal, de la zona del Obraje, marcado con el punto Azul, detrás de él, en la actual calle H. Colegio Militar, el paso de la Acequia del pueblo. |
El obraje de San Juan del Río, dice la tradición, se ubicó en o cerca de la casa marcada hoy con el
número 41 de la calle Morelos. (Otra versión lo señala en esa acera pero entre Rayón
y Mina, anecdóticas ambas, no he podido
hallar la dirección exacta en documentos) No hay datos que algún otro
persistiera, solo este, que hasta nombre dio a la calle, las crónicas lo
refieren “el obraje”, no uno de los obrajes, como sería si hubiera más. Hubo uno en la hacienda de Galindo, del que no se menciona giro. El edificio
hasta 1990 conservaba una planta arquitectónica no muy antigua, parecía solo una casona más amplia que las vecinas, todo indica que si lo que se ve hoy fue el
Obraje, su construcción dataría de la última época en que funcionó tal sistema
aunque pudo ser que se reconstruyera, aprovechando la distribución y algunos
espacios anteriores. Ya para esos tiempos era vecindad de primer patio,
completamente deteriorada en los aplanados interiores, asomando la cantera de
los muros y se usaba como pensión para toda clase de carros de comercio
ambulante; elotes, chicharrones, fruta, etc., que diariamente tras recorrer
la ciudad se guardaban ahí
por la noche. Se le recuerda como distintivo un amplio y viejo
portón de madera. Su interior iniciaba en ancho pasillo con habitaciones
laterales, pasaba al igualmente flanqueado patio con arcos, seguramente ahí se
llevaba a cabo la manufactura de productos y debió continuar hasta el fondo de
la propiedad, donde corría la acequia. No sé si se modificó recientemente la
planta de esta vivienda.
El rubro del obraje del
pueblo fue de artículos de tela, manta y paños , que para el proceso de teñido
requería gran cantidad de agua que solo la ubicación en la parte trasera de la
acequia Real les permitía, la lejanía del río no facilitaba su transporte en
cantidad necesaria. Además sería, en la época de instalación del obraje, el
lugar donde terminaba el pueblo en ese rumbo, lo que evitaría problemas
sanitarios por los desechos. Ayala afirma que existió desde el siglo XVI aunque
los documentos que menciona son del siglo XVIII, situándolo en esta calle,
puede ser el que la tradición ubica en la casona nombrada. El obraje plenamente
identificado y ubicado en esta calle perteneció según el dato más antiguo, a Doña Gertrudis Lozano de Soria, en 1708, dueña también del de Galindo.
De alguna manera el obraje
del pueblo pasó a manos del Capitán Miguel Francisco Picaso, vecino del pueblo
y de familia prominente, conservándolo al menos hasta 1741, cuando hay
constancia de que durante una visita pastoral, el obispo de Michoacán realizó confirmaciones dentro de sus
instalaciones. A su fallecimiento, la
propiedad pasó a su hijo Nicolás Picazo,
quien a su vez lo vendió al capitán
Francisco de Morán en 1760 quedando durante muchos
años en poder de su
familia. Un hijo suyo
fue el famoso General realista, José Morán. Específicamente
de este obraje de su propiedad, en 1794 Martínez de Salazar lo indica como
el único del pueblo, ya cerrado desde octubre del año anterior, siendo
“perteneciente a los bienes concentrados del capitán difunto Don Francisco de
Morán”.
Su cierre provocó “perjuicio y atrazo de
los muchos pobres que trabajaban
en él, que pasaban de seiscientas personas”. Cifra dudosa por cuestión de
espacio, para ser los que laboraban en su interior, seguramente incluía a todos los que les suministraban materias o hacían
acabados o procesos especiales a los productos, labor realizada en sus propias
casas o talleres, no exclusivamente en el edificio del obraje, y que al cierre
obviamente resultarían afectados. Asimismo aclara Martínez de Salazar que la
mayor parte de trabajadores eran
indios avecindados a esta vara (se
refiere con este término a los de la
República de Indios) y de las castas, siendo su principal industria la
transformación de la lana y algodón, y trabajadas estas materias también en los muchos telares que había entre
estas personas, entonces parados por no
tener “suficiencia para darles
corriente” los cuales eran 12 en todo el pueblo, “repartidos en varias casas de
sujetos con posibles”. Si el obraje llegó a reabrir como tal, fue por
corto tiempo. Aunque originalmente estuvo dedicado a San José, en su última época tenía la entrada
tenía una capilla con una pintura del Santo Cristo de Burgos que años después fue
trasladado al coro del Santuario del Sacromonte. Nos dice el Lic. Pájaro,
estudioso de la historia religiosa local, que actualmente se desconoce su
paradero, otro signo de identidad de nuestro pueblo perdido, tal vez para siempre, al menos estaba todavía ahí en 1971, por la descripción que de él hace Rafael Ayala.
Extracto del libro "La acequia del pueblo"
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