martes, 29 de septiembre de 2015

Rubén y el último duelo en San Juan del Río.


 El poder de la anécdota.


El cerro de la Venta, cuyo nombre antiguo se toma para este blog.
Eran dos hermanas, la mayor se llamaba historia, la menor, anécdota. La primera era solemne, lo que le hacía ser apreciada por pocos, la segunda en cambio, era pretendida por muchos. Un buen día decidieron retratarse, la historia pidió un cuadro al óleo, su hermana, solo una instantánea.
Por su carácter jocoso, se ha menospreciado siempre el poder de la anécdota, aunque siempre es antesala para conocer la historia formal. La simpleza de su elaboración le hace ligera y volátil pero popular, a diferencia de la historia, rígida, voluminosa y elitista.

La historia requiere de confirmación, datos, fechas y fuentes, para ser publicada y conocida, la anécdota, simple y llanamente, va de boca en boca, la historia es un amor formal, la anécdota un beso fugaz.

Pueblos enteros escribieron su historia, hoy, autores y textos de la misma están enterrados, olvidados y vueltos a enterrar. La anécdota les trascendió. Nadie recuerda el año ni ciudad en que se encontraron el filósofo Diógenes y el Emperador Alejandro, pero ocurrió que cuando el poderoso ofreció cumplirle lo que él quisiera, Diógenes solo pidió que se quitara de su lado porque le tapaba el sol. No hay datos de si el emperador se quitó.

En este blog, que con ésta cumple sus primeras 100 entradas (hoy no voy a dar datos estadísticos, solo es un número significativo) se ha tratado de aportar a la historia de una manera más accesible que la puramente académica, aunque sin llegar a la pura anécdota. Sin embargo, creo que algunas de ellas merecen trascender, así que de vez en cuando, (si no encuentro material suficiente  para aderezarlas por lo menos a crónicas) relataré algunas. A ver qué les parecen.

 RUBÉN

Fotografía de José Velázquez., DÉCADA DE 1970. ¿Don Marcos y Rubén?
Vivía en la calle Reforma, allá  por la década de 1970, un frutero de avanzada edad, pero que conservaba algunos resabios de su juventud. Malhablado y de fuerte carácter, recién había enviudado aunque no tardó mucho en encontrar una nueva pareja, joven por cierto, que se fue a vivir con él. Llevaba ella, un hijo de anterior relación. Sanjuanense de los de antes, a pesar de su edad, don Marcos se hizo cargo de él, y a su manera, dura por cierto, trató de educar de la mejor manera al mozalbete.

Por la naturaleza de su comercio, requería de un ayudante siempre presente,  que moviera los huacales, recogiera cáscaras y desperdicios, que escogiera la fruta buena de la muy madura etc. Así que ni tardo ni perezoso, escogió a Rubén (que así se llamaba el niño) para tales tareas. Y ahí, entre los secretos de la profesión, le lanzaba consejos y pedía adoptar reglas de comportamiento.
Rubén, que hasta entonces había vivido sin figura paterna, poco caso hacía del trabajo, la educación y los consejos del señor. Al menor descuido, salía a la calle, solo con lo indispensable para un niño de aquella época; un puñado de canicas en un bolsillo.

Una mañana, tras dormitar un rato, don Marcos se despertó. Afanosamente buscó a Rubén entre las cajas de mercancía. No estaba. Tampoco en la trastienda. Menos apareció en el resto de la vivienda. No estaba. Otra vez a las andadas.
Se asomó a la calle, y a lo lejos distinguió, en la Plazuela, un grupo de niños jugando a las canicas entre la tierra que conformaba el piso.

El grito fue de pronóstico ¡Rubén, hijo, ven acá!

El grupo volteó, lo vio y continuó en lo suyo.

-Rubén, te estoy hablando, dijo la ronca voz.

Esta vez no volteó ninguno.

Don Marcos, no acostumbrado a dar varias veces la misma orden, atronó por última vez -¡Pinche Rubén, ¿vienes o voy por ti?
Ahora, ni el menor caso.

Entonces, a todo lo que permitía su edad, se dirigió a ellos. A medio camino ya blandía en su diestra, un grueso cinturón piteado. Los niños voltearon azorados, pero ni así se movieron.
Dos, tres y hasta cuatro cinturonazos cimbraron el infantil cuerpo, doblándolo de dolor, lo que aprovechó el anciano para, de la camisa, arrástralo hacia la frutería. ¿De qué sirve todo lo que te enseñé? ¿Por qué no obedeces? ¿Esto es lo que querías? Insultos y llanto se volvieron murmullo al alejarse. Habían avanzado ya unos 20 metros, cuando de pronto, don Marcos,  en un movimiento mucho más rápido de lo anterior, regresó, aún con el cinturón en la mano hacia donde había quedado el grupo de chiquillos. Pensaron entonces lo peor, pero extrañamente los pasó de largo y entró a una cercana tienda, de la que segundos después salió con las manos rebosantes de dulces, dirigiéndose raudo al infante, pero ahora su actitud había cambiado, le hacía mimos, le hablaba con palabras suaves, lo acarició tiernamente y colmó las breves manos con las golosinas recién compradas.

Una sonrisa apareció en el rostro del niño. Tiernamente lo levantó y entre caricias y palmadas, lo encaminó hacia sus extrañados compañeros de juego, animándolo a divertirse, incluso a ellos les tocaron  dulces.

Tras dejarlos en paz, se dirigió por última vez en ese día, ahora con pesado andar, hacia su  negocio, seguramente pensaba, ¿Dónde andará el pinche Rubén? Este no era.

Imagen de Google Earth. Calle Reforma, antigua calle de los Leñeros y anteriormente inicio del primer camino Real a México. En mitad de la acera izquierda estaba la frutería, en la parte inferior de la imagen, jugaban los niños del relato.
El último duelo en San Juan del Río.

No cabían los dos en el mismo pueblo, seguramente habían pensado uno del otro en muchas ocasiones, se conocían y sabía cada uno de las cualidades del otro, por lo que, a lo mejor por precaución, no frecuentaban los mismos lugares.

Eran diametralmente opuestos, uno, se había criado en el barrio, aprendiendo todo lo bueno y lo malo, días y noches en las calles, le hacían poseedor de una habilidad natural con los dedos, la velocidad era su mayor habilidad. No necesitaba que alguien se lo dijera, el mismo sabía y pregonaba ser el mejor del pueblo.

El otro, de familia acomodada, había estudiado, leyes para ser preciso, no era oriundo del pueblo, pero avecindado desde muchos años atrás, de todos era conocido que solo por gusto personal, también era poseedor de unas manos acostumbradas a reaccionar de manera rápida. La precisión con los dedos era su mejor cualidad, incluso había estudiado para ello y hasta discípulos tenía.
Siendo aún el pueblo pequeño, en la mitad de la década de los noventas, el destino los juntó en las afueras del portal de Reyes, la suerte estaba echada, esa noche surgiría el mero mero.

Extraños designios, por pura casualidad, cuando se vieron, ambos portaban entre sus manos, aquello con lo que pensaban borrar de la faz de la tierra o al menos del vecindario,  al otro.
La voz aguardentosa del hijo del pueblo, rasgó la noche, - ¿Un tirito licenciado? Frente a él, seguro de lo que traía en la mano, el aludido solo contestó con una irónica sonrisa, seguido de ¿Cómo va a ser la cuestión?

Para entonces, los curiosos, que bien conocían a ambos y de lo que eran capaces, habían formado bandos y animaban a uno y otro.

De los cercanos puestos de revistas, los carritos de hot dogs y el bar Casino, llegaron algunos más, ¿Qué está pasando decían? Se van a enfrentar el  Dedos de Oro contra el Licenciado, era la respuesta.
-Usted  va primero, después yo, a ver de qué cuero salen más correas, se escuchó decir.

Los dados estaban lanzados, ambos frente a frente, ora si como dice la canción, echando  mano a sus fierros como queriendo pelear.

El silencio de la noche fue cortado por un sonido que emanaba de la posición del Licenciado, iniciaba el combate…
Una hora después, el duelo no había podido resolverse, ambos se declaraban vencedores y por simple precaución han decidido eludirse desde entonces.

Los contendientes eran, por un lado, El licenciado Felipe Muñoz Gutiérrez, músico de escuela, integrante y maestro de Rondallas en la ciudad, por el otro, Justino Arriaga, “el Dedos de Oro” músico de bares y cantinas de la ciudad. Ambos bohemios de afición, esa noche estaban armados para su duelo, con sendos acordones de los que son virtuosos, cada uno en su estilo y deleitaron a los asistentes con lo mejor de su repertorio. El Dedos de Oro, ejecutaba lo mejor del repertorio popular, aderezado con zapateados, vueltas, saltos y todo género de groserías, incluso le recetó a Muñoz algunas melodías clásicas. El Licenciado por su parte, siempre propio, dejo que de su instrumento brotara la más alta escuela de música. Rondas, valses, intros y corchetes hablaron por él.

Fotografía personal, Portal de Reyes, esquina de Avenida Juárez y Galeana, entre los árboles y coches se efectuó el "último duelo"
¿Quién ganó? No hubo jueces, los partidarios de ambos bandos vitoreaban a su ejecutante luego de cada pieza. Este enfrentamiento de acordeones , a falta de balazos, fue el último duelo en San Juan del Río.
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Espero les hayan gustado, aclaro que ambos hechos ocurrieron, la redacción es propia y con algunas libertades literarias. Como estas hay muchas, que iré intercalando en algunas entradas. Entre semana subo la imagen que prometí para festejar las 100 entradas. No lo hago en esta porque es de una época y tema diametralmente opuesta. Seguramente fue conocida en su tiempo pero en la actualidad no creo que la haya visto ningún sanjuanense vivo. Y no se pierdan la última parte de la crónica del Jardín de la familia.
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Sobre la imagen que encabeza esta entrada, señalando ser la número 100, se me ocurrió porque allá por el año de 1971, el cerro de la Venta tenía un letrero similar, a alguien se le ocurrió tomarlo como mampara y en su ladera, se hicieron grandes bardas con piedras encimadas, mismas que fueron pintadas con cal. El texto resultante era enorme y se podía ver desde muy lejos, si no mal recuerdo rezaba “QUERETARO CON CALZADA”. 
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ACTUALIZACIÓN 26 DE MARZO DE 2017

Y hablando del barrio…

Ya sé que no me la van a creer, pero resulta que en una pasada entrada, relaté una anécdota de un habitante de la Calle Reforma, don Marcos. No puse fotografía por carecer de ella. Resulta que en el libro San Juan del Río. 500 años, aparecido en junio pasado, está una fotografía de José Velázquez, precisamente de esa calle y aunque no puedo asegurarlo por completo, parece que los ahí retratados, son don Marcos y Rubén, los protagonistas de la anécdota. Si no lo son, la ilustran muy bien, incluso están precisamente afuera de donde tenía su frutería.

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