EL ÁNGEL DE SAN JUAN
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Uno de los personajes más conocido de la ciudad,
aunque no se crea, no es un político, tampoco un deportista, mucho menos un
artista. Es un sencillo vendedor de dulces y esta es su historia:
Aunque nació en Tequisquiapan, por los años vividos aquí, constituye un enlace entre el
viejo San Juan, el de hace al menos unos 70 años y la moderna urbe actual. Es común ver su lento transitar por las
calles, arrastrando un diablito en busca del lugar propicio para su vendimia en
el que una vez instalado, aparentemente vende poco, no es así. Observándolo un
breve tiempo, puede verse que a pesar de
lo exiguo de su mercancía, apenas cuatro cajitas de dulces, se le acercan
infinidad de personas, todas le llaman con respeto: “don Ángel” o
afectuosamente “Angelito”. El asunto es que mayormente son adultos, a los que
alguna vez les vendió en su niñez y al recordarlo, acercan a hijos y nietos a
que lo conozcan.
Una vez traspuesta su aparente reserva, es una delicia
su conversación porque en más de cincuenta años recorriendo calles, espacios y
eventos, conoció a todos los personajes públicos y privados, locales y
foráneos. Su plática sabe a historia, una historia común a muchos y de la que
él mismo es parte fundamental, dado que estuvo junto a deportistas, luchadores,
boxeadores y artistas de época, a todos conoció, con muchos convivió, a todos
recuerda. Su lista es grande, incluidos
Jorge Negrete y María Félix (“a esa la tuve que ir a ver a Bernal”, acota) El que nunca vino, dice, fue Pedro
Infante.
A los 12 años de edad,
llegó a San Juan del Río, siguiendo a su padre, que había sido contratado como
dependiente en un tendajón de la calle Morelos y una vez instalado, mandó traer
a su familia. Este hecho trajo como consecuencia que interrumpiera los estudios
iniciados en la escuela Leona Vicario de su tierra natal, los que ya nunca retomó.
Con el tiempo, el progenitor llegó a poseer en
sociedad, una tienda en la mismísima plaza Independencia, “La Providencia” que
cerró por mala administración. Así, el ya joven Ángel debió incursionar en
diversos empleos, casi todos eventuales, pero casi siempre fue
vendedor de planta o ambulante de las más diversas mercancías.
¿Qué lo hace diferente a los demás de su oficio?
Seguramente, en un día de tantos, sus
pequeños ojos brillaron ante el oropel de un artista, de los muchos que se
apersonaban en la Avenida Juárez, en la gran cantidad de restaurantes que había
cerca del portal del Diezmo, sobre todo en la Bilbaína, sitio de reunión por
excelencia de las celebridades hace medio siglo y a partir de entonces,
debiendo continuar con sus ventas, al unísono utilizó el tiempo para conocer a los
famosos que cruzaban sus pasos, lo que
no era difícil en pequeña ciudad. El encanto que le produjeron, no lo ha
perdido, hasta la fecha conserva ese brillo en la mirada.
Es imposible en este espacio tan siquiera enlistar a
los personajes que conoció, especial recuerdo guarda de cuando en una función
en el lienzo charro, soltó su vitrina de gelatinas, para retratarse con Santo,
el enmascarado de plata o cuando en la entrada a la calle de Cóporo vio a José
Alfredo Jiménez tirando balazos y huyendo de otros empistolados, o cuando
frente a él, Lucha Villa salía de la Casona durante la filmación de la película el Gallo de
Oro.
Sus palabras trasladan siempre a lugares ya idos. Integrando el
grupo acústico, los Líricos del Ritmo amenizó infinidad de fiestas, en la
huerta de la Viña, el salón las Pompas, la Empacadora... o donde les agarrara el ritmo, así fuera el quiosco del Jardín Madero, alternando con la banda municipal. Las
mejores calles de San Juan supieron de su habilidad con las maracas. Bohemio y
Bullanguero en su juventud, daba rienda suelta en México a otra de sus
pasiones, el baile, en los grandes salones de antaño: los Ángeles y el
California o cuando asistía aquí a la cantina, la Surianita, a escuchar la
sinfonola y aprovechando la cercanía, de vez en cuando ir, solo a bailar,
aclara, con las damitas del 30 de Cóporo, en la hoy célebre casa de las Poquianchis.
Hasta la fecha y desde hace muchos años, porta una
gorra de beisbolista, deporte del que fue espectador y practicante ocasional y
en el que conoció a los jugadores locales, cuando era deporte de
masas.
Dice haber presenciado las funciones de la compañía de
títeres Rosete Aranda, que se instalaban en la Plazuela, en la hoy placita
Morelos y la entonces desolada Rafaela Díaz, lo que le inspiró para poner en su casa un pequeño teatrito con muñecos que él mismo hizo y manejaba y al que se podía asistir por solo 10 centavos.
Un buen día conoció a la que sería su esposa, Aracely,
pero solo se casó con ella cuando en una tocada ganó mil pesos, usados para
organizar la fiesta. Por cierto, dice, lo casó el Padre Leal, que
tenía su Casa Hogar instalada en las actuales oficinas de JAPAM en la calle de
Cuauhtémoc, de donde era y es vecino don Ángel. Formaron familia, integrada por
ocho hijos, casi todos profesionistas, a quienes dio educación con
su digno oficio.
Un día, hace ya muchas décadas, la necesidad le hizo salir de casa con dos bolsas de ixtle cuyo
contenido creyó de inicio era solo mercancía, poco tardó en notar su error.
Bastó instalarse, esa primer mañana afuera del colegio Centro Unión, entonces
en la calle 27 de septiembre: Para los niños, de esas bolsas, asomó un
maravilloso tesoro: muñecos de plástico; Santo, Superman y el hombre araña; silbatos, espantasuegras, exquisitos dulces, ricos tamarindos y sobrecitos de
chocolate. Ese fue el secreto, tocar el gusto infantil y venderles dulces
ilusiones. Supo entonces su destino y lo aceptó, y para no errarle, repitió la
fórmula, con iguales resultados en todas las escuelas, públicas y particulares
de la ciudad, donde con el paso del tiempo se hizo indispensable y hasta sirvió
de punto de referencia y guardería provisional. Ostenta el extraño record de
ser el único ambulante que nunca ha sido corrido de afuera de las
escuelas por los maestros, y ¿cómo? Casi todos. Por lo menos los nacidos aquí,
fueron sus clientes.
Adquirió por esos años, el don de la bilocación, es
decir, el poder estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo: era común que
dos personas se encontraban y uno de ellos decía, -acabo de ver a don Ángel
afuera de la “Corregidora”. No es cierto, respondía el otro, -yo vengo de la
“Querétaro” y ahí estaba, hasta le compré unos paquines. Sabrá Dios si era
cierto, don Ángel dice que era rápido para trasladarse pero no tanto.
Hasta hoy, sale siempre con el mismo cargamento, ahora
en un diablito, buscando a los niños de hoy, los de antes y los de siempre.
Dice haberle en vendido a casi todos los presidentes municipales y hasta a sus
papás; a diputados y funcionarios. Muchos de ellos no olvidan la alegría que
les dio a cambio de unos pesos, que les cumplió un sueño o al menos un gusto,
como cuando instalado en la acera ancha de la Calle Mina, les vendió sobres de
“Ticos” a Pedrito Fernández y Tatiana, cuando filmaban “Un sábado más”. Así, es
común que a él se acerque algún joven y en el saludo le deslice un billete,
-“p´al refresco don Ángel”, o que
alguien le lleve un plato de con
comida. –Es que esta señora me dejaba cuidando a sus hijos afuera de la escuela, aclara,
o que le compran dulces y no le aceptan el cambio.…
Y sí, es cuestión de tiempo, porque dice que ya se le empiezan a olvidar nombres, para que descubras que conoció a tu papá, que te cuente historias familiares que ni imaginabas y hasta te halle un pariente del que no tenías idea.
Su carácter activo le impide quedarse en casa y vuelve
a las calles, una vez más, quizá extrañando ya no poder ir de peregrino al
Tepeyac, como lo hizo por 24 años. Aunque dice ya cansarse, nunca lo denota, todavía se le puede ver en las noches, en el
jardín Independencia y los sábados por las mañana, en el tianguis del Mercado
Juárez, del que fue de los vendedores fundadores, y cómo no, si hasta el Reforma
vio nacer, entre “puras bardas de piedra y nopaleras”.
A últimas fechas, ha tomado costumbre de asistir entre
semana, por las tardes a las funciones de cine del portal del Diezmo, a veces duerme, los asientos del foro son
ideales para eso, aunque él dice que no es siempre, que según cómo esté la película. La verdad es que
dormita, quizá recordando cuando hace sesenta años, en el mismo edificio
entraba a ver gratis el entonces novedoso invento de la televisión, quizá
recuerda el San Juan que conoció en su niñez, las calles tranquilas en que
todos se saludaban, cuando sí había educación y todas sus añoranzas, que deben ser muchas.
Tras la venta o plática, a todos despide con una
bendición, que de alguien de 87 años, como don Ángel Bárcenas Martínez ha de
tener singular valor. Todos la recibimos con gusto.